jueves, 29 de noviembre de 2012

Sólo quiero volar



La última vez que vi a Sara charlamos y reímos como siempre solíamos hacer. Y también tuvimos tiempo para que la tristeza nos envolviera con su tenue, cruel e inevitable manto:

-          - Si yo fuera un genio y pudiera concederte tres deseos como en los cuentos, ¿qué pedirías? – le espeté antes de que la conversación derivara hacia aspectos de su vida que ella no quería rememorar una vez más.

-          - ¿Tres? Es suficiente con uno, Carlos. Sólo quiero volar. 

Sara, como los personajes de la película Milagro en Milán, sólo deseaba volar. No en un sentido literal (que también le hubiera apasionado, desde luego) sino de forma figurada: poder escapar de una realidad que le perseguía, que se cernía sombríamente sobre ella poniendo en peligro su propia existencia.

Recordé aquella ocurrencia un año después, la tarde que su mejor amiga me llamó, avisándome de que se encontraba en el hospital: 

-          - Se encuentra grave pero estable, Carlos. Por favor, no vengas: no soportaría que la vieras así. Quizá no debería habértelo contado, pero lo he creído oportuno.

Esa noche no pude dormir y maldije, más de cien veces, el día que se me ocurrió dejar de fumar. La profecía de Sara finalmente, de manera inexorable, se había cumplido. Estaba pagando “sus muchas culpas”: enamorarse de un hombre y atreverse, en una sociedad todavía terriblemente machista, a abandonarle cuando él comenzó a convertir su vida en un infierno. Bueno, mucho después de que esto empezara a ser así.

Nunca he comprendido esas escalofriantes frases que oí a ciertos energúmenos con los que, por una u otra razón, lamentablemente tuve que compartir segundos de mi vida, tipo “está comprobado: cuanto más las haces sufrir, más te quieren”. Yo soy más básico en estas cosas: una persona me daña, no puedo quererla. Y, también: quiero a una persona, no le hago daño. Este patrón de conducta ha regido todas mis (escasas por otra parte) relaciones. 

En líneas generales, las mujeres a las que he querido me han abandonado: hecho fastidioso pero lógico. E incluso aplaudible y sinónimo de recuperación de la sensatez transitoriamente perdida. He derramado alguna que otra lágrima, he cerrado bares pero no he solicitado ni explicaciones. No es mi decisión, no es mi vida: hay que asumirlo. Pero hay quien no lo hace, no porque ame a su pareja sino porque lo considera una derrota y cree que en el mundo él sólo está para ganar. Y su novia o mujer es un objeto más de su posesión que no está dispuesto a perder;  que debe estar ahí, esperándolo y a su completa disposición.

Sara era una mujer valiente. Había intentado seguir su vida, sabedora de que cualquier día esta podría acabar de la forma más abrupta imaginada. No había querido huir, esconderse; nunca me lo dijo pero sé que pensaba algo así como que “no merece la pena vivir si no se tiene una verdadera vida”. Y la comprendía… pero lo que no podía entender es cómo existen los increíbles avances que nos rodean hoy, en pleno siglo XXI, y una mujer (muchísimas, lamentablemente) debe vivir con miedo por haberse enamorado de un hombre que luego tornó en bestia. Mundo al que pertenezco: estas mujeres podrían vivir sin fibra óptica, pero no deberían hacerlo sin dignidad. 

A las 7 de la mañana, sábado ya, seguía dando vueltas de un lado a otro de la cama, sumido en un estado nervioso que no recordaba desde algún examen realizado muchos años antes. Me moría de ganas de subir al coche y recorrer los casi 500 kms que nos separaban pero, después de estar más de un año sin verla, me parecía imprudente presentarme allí en esas circunstancias. Poco después,con las primeras luces del alba entrando por la ventana, presa de la ansiedad cogí el teléfono y remarqué  la última llamada que había recibido.  Una voz somnolienta me contestó, pidiéndome explicaciones por el horario.

 - Lo siento, pero tengo que hablar con ella- dije, intentando esconder la excitación.

- No estoy en el hospital, Carlos. Te llamaré esta tarde.

- Sé que no la dejarías sola. Por favor, acércale el teléfono. Aunque esté durmiendo. Sólo quiero hablarle y seré breve.

Pasaron unos segundos que me parecieron eternos antes de escuchar, en la lejanía, una voz que decía:

- Toma, es Carlos. Quiere hablarte.

En ese momento, todo lo pensado a lo largo de la noche se borró de mi mente. Las palabras reservadas poco antes para la ocasión, sutilmente seleccionadas, desaparecieron. Y con voz firme y casi carente de tonalidad emocional comenté:

- Sara, la próxima vez que nos veamos te enseñaré a volar.

El día 25 de noviembre se celebró el llamado aquí Día Internacional contra la Violencia de Género.

Mi más sincero apoyo a todas las víctimas de la misma.

2 comentarios:

  1. Jo, me has dejado sin palabras...y hasta con ganas de llorar.

    Pobre Sara y pobres todas esas mujeres que se ven envueltas en esas no-vidas de las que no son capaces de huir.
    Yo también conozco a algunas (en plural, por desgracia) y después de mucho conversar con ellas, lo que me queda claro es que si no has vivido esa situación, jamás la podrás entender.

    Yo no la entiendo y espero no tener que entenderla nunca.

    Besitos.

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  2. Es una historia terrible Carlos, y la putada es que la violencia de género es mucho más frecuente de lo que pensamos. Nuestra sociedad 'avanza' en muchos terrenos, pero en lo esencial tengo serias dudas acerca de nuestros progresos. Lo increíble es que muchas niñas que han crecido viendo maltratar a sus madres, acaban siendo también víctimas de sus parejas o ex-parejas. Un beso para Sara.

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